Le fateuille

Un poco de mí, para tí.

Nombre: Ana
Ubicación: Mexico

Me gusta el blog, puedo escribir todo lo que hay dentro de mí, sin pensar en nada más.

lunes, septiembre 19, 2011

Mirando la pared


El olor de la ensalada se salía de la bolsa de plástico. Silvia se encontraba confusa y desorientada tratando de organizar entre sus piernas todo lo que llevaba para un viaje improvisado, un libro que de casualidad llevaba, una bolsa con zapatos nuevos, su mochila y la bolsa de comida donde se encontraba la ensalada que le había sobrado de medio día. Esto último lo habría podido adivinar su compañero de asiento en la central de camiones, pues en cada ocasión que Silvia movía las bolsas se dejaba escapar un olor penetrante a pollo y al aderezo César. 

Silvia no se encontraba cómoda y se negaba a aceptarlo. Quitaba la ensalada y subía su bolso, ponía la mochila en el suelo y los zapatos en sus piernas. Leía mientras esperaba en una posición y, luego, cambiaba a otra. Tanto movimiento desesperaba a sus vecinos, que con el ajetreo del día deseaban ordenarle que se pusiera cómoda como fuese, pero que ya no se moviera. 

No hacía tanto calor, pero se sentía bochornoso con tanto calor humano. El sonido de las familias, los niños jugando en las máquinas de videojuegos y con sus mamás desesperadas persiguiéndolos creaban un sopor que caía pesado como una nube gris de cigarro.

El tiempo pasa lento en un lugar donde hay mucha vida detenida a que ocurra algo, esperando. Pensando en el futuro sin disfrutar el presente. Porque el presente no existe, es un agujero negro que se lleva una parte de nuestra vida porque estamos a la espera. Silvia ve a las familias y siente algo. No sabe qué es pero le desagrada. Quizás sea hipocresía, quizás amargura, tal vez porque no tiene quien la espere o la despida, tal vez porque es consciente de que dejó a quien puede esperarla o despedirla. Recuerda a José, si se lo describiera a su vecino, quien la mira molesto y desesperado, le diría que fue su último amor, qué decir del último, si ha sido el único…si a eso se le puede llamar amor.
Silvia conoció a José hace dos años, como dictan las reglas, presentados en una cena convocada por amigos en común. Hablaron, se hicieron las preguntas correctas en el orden correcto para la ocasión. ¿De dónde eres?, ¿Qué estudiaste?, ¿En dónde trabajas?, ¿Tienes novio? El cortejo cumplió con las reglas que dicta la etiqueta. José pidió el teléfono de Silvia a su amigo anfitrión y la invitó a un café, pasada una semana, donde siguieron hablando de temas banales para no entrar en las profundidades de los problemas de la vida.

Se sentían bien porque estaban haciendo las cosas de la forma correcta, como dicta el protocolo del cortejo. Del café siguió el cine y luego  la cena. Dos semanas después de mensajes por celular, chat y un beso al despedirse al final de lo que se podría llamar una cita, Silvia se encontraba contenta porque las cosas se iban dando en el ritmo que se va dictando. Seguía los consejos de sus amigas de ser tierna, cariñosa y un poco reservada con sus emociones. “Darle a entender que te gusta mucho lo aleja, a los hombre son les gustan las mujeres intensas”, decía la amiga a Silvia. Por lo que cuando se veía con José, esas palabras resonaban en su cabeza, se contenía y planeaba sus movimientos y palabras para ir a ritmo en ese baile del cortejo.

Poco después de dos semanas después del primer tímido beso, José le dio uno prolongado a Silvia en el estacionamiento. Le dijo que se sentía a gusto con ella y que sentía que a ella también le gustaba él. Que gustaba de compartir actividades y quería algo bien. Silvia pensando en que pudiera esta ventana convertirse en una puerta, le preguntó si quería algo serio, porque ella no quería jugar ni perder su tiempo. Aceptaron, establecieron el acuerdo de verse todos los fines de semana y marcarse al final del día para preguntar por el trabajo y la familia. Se turnarían para los eventos de los amigos y al menos un día a la semana lo dedicarían para sentarse en la sala a ver tele o una película juntos y abrazados.

A las dos semanas de realizadas estas actividades, José le habló a Silvia de comenzar su etapa como pareja, en un plano más íntimo, más sexual. Silvia sintió que habían madurado juntos al oír esta propuesta y fue con la ginecóloga para cuidarse y comenzar su vida con José. La primera noche fue muy similar a todas las demás que le seguirían. Una sesión de besos para empezar, quitarse la ropa sin estropearla, comenzar el acto y terminarlo cuando José terminara. Silvia no lo sabía, pero si el vecino desconocido de la central le hubiera preguntado cuándo era el momento para detenerse en esos actos, ella no hubiera sabido qué contestar.

Así siguieron las cosas, en un mes había la rutina que algunas parejas sólo llegan a perfeccionar con el paso de los años, donde se comparten espacios mientras se espera pasar a la siguiente etapa. Las familias se conocieron, los lazos se estrecharon.

“José es un hombre muy bueno, portándose como toda mujer desea”, pensaba Silvia y agradecía la suerte de tener a alguien que la respetara, cuidara y le asegurara un futuro tranquilo, con sustento. Hace seis meses que José le comenzó a hablar de formar una familia, esto después de una carne asada con los amigos de José. Silvia se sintió feliz y orgullosa. Esa noche, después de hacer el amor con la ternura de una promesa eterna y con la actividad que José siempre procuraba. Silvia se encontró viendo la pared, esperando con la mente en blanco, sin pensar en nada, sin poder hacer nada, sin sentir nada, excepto agobio, sin saber por qué.

Al día siguiente de la singular noticia, después de la misa, Silvia se repetía a sí misma lo feliz que era. Mantra que siguió repitiendo hasta hace un mes. Saliendo del trabajo, fue a su casa a descansar. José iría por ella para estar juntos, hablar del día a día y cenar lo que Silvia le fuera a preparar. Recogiendo el cuarto de visitas, Silvia miró por la ventana y vio a sus vecinos de la parte de atrás de su casa; ella, la mujer de su vecino, estaba sobre la pared abrazada a él, su vecino, en un movimiento que se antojaba voluptuoso.

Silvia no podía dejar de verlos. Los movimientos eran bruscos, fuertes y parecían estar disfrutándolos. Se alternaban besos, gritos, caricias y abrazos en un orden que se antojaba difícil de adivinar o imposible para tomar como muestra y crear una tendencia estadística. Al terminar, continuaron las caricias, que se prolongaron más tiempo que la parte en movimiento. Silvia estaba inerte, viendo, sin pensar, sólo viendo. Se sentó en la cama, viendo su pared, sin pensar en nada, sin sentir nada, esperando a que llegar a José.

Llegó José y llegó también su momento. Conversaron del trabajo, organizaron el viaje a McAllen, Silvia preparó la cena y José miró la tele. Vieron un programa, juntos y al terminar de cenar, justo después del tercer comercial, José la besó y la llevó a la cama, se desvistieron y comenzó el ritmo que ya le era a Silvia habitual. Al final Silvia vio la pared y sin mover su cuerpo, sus brazos, su pecho o sus manos, lloró.

Los días siguieron su curso. Si Silvia hubiera querido explicar al vecino desconocido de la central que pasó ese mes hubiera contestado nada, porque las actividades constantes tienen tantos detalles que con el paso del tiempo se convierten en nada y desaparecen de la memoria que se llena de estos recuerdos y luego los borra. Sabe que llegó el viaje a McAllen, y después de hacer las compras estaban comiendo con los demás amigos que los acompañaron, contando José lo felices que eran por su nuevo compromiso. La amiga de José los felicitó y expresó su envidia por tener Silvia a su lado a alguien como él, donde nunca le faltaría nada y sería muy bien tratada y respetada. Silvia sonrió y sintió un frío helado en sus brazos, llegando a su cabeza; miró su ensalada, ya no la quiso tocar. No escuchó el resto de la conversación, no pensaba en nada, no sentía nada, sólo quería llorar.

Regresaron al “mall” a comprar. Silvia pidió ir sola a una tienda en especial, cuando llegó y vio el aparador, se quedó congelada, el frío ya había conquistado su torso, su pecho y sus piernas. Cargada con su mochila, su bolsa de zapatos, su bolso y su ensalada para llevar, sintió un movimiento de sus piernas que no pudo comprender y comenzó a caminar. Se dirigió a la calle, pidió un taxi y fue a la central. Pidió un boleto y se puso a esperar, pensando en todo y pensando en nada, haciendo ruidos que incomodan a los vecinos y buscando cómo se puede acomodar.